lunes, 19 de julio de 2010

Siempre quise ser una Sarah Kay…




… y nunca me dio el piné. En el mejor de los casos, me asemejé a una Laura Ingalls conurbana. No estuve a la altura de la imagen que defendí y por esa misma razón no dejé de sentir la mirada de las auténticas “chicas Kays”; versión noventosa de Barbies, Divinas, Floggers y demás identidades superficiales. Ellas, las que con comentarios condenatorios y risas falsas me hacían sentir tan poca cosa. Mis vestidos floreados, jeans con pitucones y cintas rosas en el pelo tenían la “magia de lo hecho en casa” lo cual (es obvio) es traducido como algo vergonzoso desde los parámetros de una preadolescente. Y no es que mis soleros con volados no se parecieran a los de las modelos de las figuritas. Es más, puedo asegurar que eran hasta superiores a los exhibidos en las tiendas naif que reproducían el Kayseanismo (versión contrapuesta al principio del ahorro planteado por Keynes) Es probable que a esa edad yo no supiera explotar el estilo design palermitano: “me lo hago yo misma aunque me cueste un huevo”. También es posible que todavía no estuviese de moda la movida independiente. Y, después de todo, es mucho más difícil sostener una posición que roce lo artesanal pero sin dejar de ser cool, viviendo en Banfield, y al fondo. Lo que más me gustaba de ser una chica Kay era que podía mostrarme romántica sin ser anticuada, sensible y apasionada casi rozando lo cursi, pero no tanto. Asumir el estilo humilde y campestre de Melissa Gilbert me permitía sobrellevar una personalidad salvaje, huraña e irritable y caerle bien a la gente; por lo menos en la primera impresión. Así que sobre todo, seguir a Sarah Kay fue una cuestión estratégica. Pura sensibilidad de época o simple oportunismo. ¿Quién podía pensar mal de una niña que coleccionaba figuritas con brillantina? Detrás de esas trenzas largas y los vestidos vaporosos podía esconder mis verdaderas intenciones. Odiaba cuando la purpurina se desprendía y quedaba la imagen sin su brillo original, pero más me abrumaba no tener los preciados objetos que te ofrecía el “mundo Kay”. Para mí, está claro, más importante que Disneylandia. Alhajeros, carteritas, portarretratos, dijes, polveras y… ¡diarios íntimos personales con llave y todo! Me tenía que conformar con el álbum y, a lo sumo, algunos libros para pintar que no pintaba porque “se gastaban”. Con paciente fruición y esmero calcaba los contornos de la parejita de enamorados en el banco, la nena con el gato sentada en la pradera, con una cesta de manzanas y esa tarta que siempre se dibuja igual en los dibujos animados: tres rayitas encima y humito saliendo. No conservo ningún álbum, pero supongo que los tuve. Recuerdo que en las secciones con un espacio para “dejar una marca personal” (una foto, un mechón de pelo, el teléfono, el nombre del chico que te gustaba, tu árbol genealógico, el relato de un sueño) yo elegía pegar figuritas repetidas o directamente, recortaba una hoja de papel y tapaba la consigna. No me gustaba eso de andar revelando mis secretos… ni siquiera al mundo Sarah Kay. No era confiable. Tampoco me hice fan de su club porque había que mandar los datos por correo postal y para la época era peligroso. Y ya se sabe que hay que desconfiar de todo lo que brilla…

2 comentarios:

  1. Seguis siendo medio Sarah Kay auqneu no te guste, jiji. Sos Laura Kay. ¿Preadolescente en los noventas? Conociéndote sé que es más cuestión de mala aritmética que coquetería.

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  2. sos parecida a Laura Ingalls

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